lunes, 7 de agosto de 2006

Hospitales, comidas, la realidad.



La enfermedad grave de un familiar nos moviliza en una agitación aterrada e infantil. Débiles y tiernos como niños entramos en turbio remolino de aprensiones y mimos disimulados. Ya desde el viaje ansioso nos poseen las peores imaginaciones, las construcciones mentales del horror y la muerte, como lo real, lo inevitable. "Se acabaron las bromas, empieza la verdad". Es el ansia entonces lo dominante. Somos una máquina fabricadora de ansias. Más, más, más, lo que sea, pero ya, más. Y, sin embargo, el ritmo no cambia ni obedece a las perentoriedades con que pretendemos agitarlo. Poco a poco. Todo, como siempre, a su aire, va llegando. Con la sorpresa o la esperanza agazapadas. Tras el periodo de ansiedad viene, por agotamiento, cierto relajo. Cuando ya no puedes más, te relajas.

Y entonces, comes.

Las comidas y las cenas, en los días de espera (espera de una solución, un resultado, un diagnóstico, un "extender") te devuelven el ansia angustiosa transmutada ahora en voracidad. Haces el "obligado paréntesis" y la reunión fraterna se revela potenciada en su deseo de olvido momentáneo hasta dar en una fiesta de duración estrictamente limitada. Porque, dentro de un rato, volveremos a lo que hay, a la realidad, al Hospital, sí, pero mientras tanto vamos a comer y a pasar un buen rato, aunque sólo sea una hora. Y lo pasamos bien. Alguien, para sobrellevar la angustia, se ha comprado un portátil nuevo y juega animadamente con él ("¿Tendrá este sitio "wifi"? No tiene "wifi". Vámonos a otro que además dan mejor de comer"). Jugamos. Charlamos por los codos, nerviosa, ansiosamente, de todo menos de lo que nos preocupa.

Y volvemos. Volvemos al olor inolvidable del corredor, de la planta, del pabellón del Hospital. La rutina de la espera, el diagnóstico, la esperanza como un pavor cada vez más difícil de masticar. "Menos mal, pienso distraidamente, que este ascensor es moderno y no hace ruido".