domingo, 4 de abril de 2010

Carpe diem y el estafador

 Carpe diem es una novela corta que no sobrepasa, en su edición española, las 160 holgadas páginas, si se descuenta el ensayo prologal de Cynthia Ozick. En ese prólogo se propone al Bartleby de Melville como referente, si no modelo, del desastrado Tommy Wilhelm, el infeliz protagonista del relato. Pero creo que la señora Ozick, con toda su perspicacia, se queda corta en cuanto a la dependencia melvilliana del relato de Bellow, objeto de esta entrada: pues si Bartleby se vincula a Wilhelm lo hace de una manera lo bastante genérica,  como para resultar equivalente a la relación que valdría también para personajes como el K. del Proceso o cualquiera de los grandes «humillados y ofendidos» que ofrece la literatura de los últimos 150 años, y que, para el caso, podrían muy bien y por igual venir a cuento; más bien lo que parece, a mi entender (y por cierto que ya estomaga un poco tanto "Bartleby" en los ambientes de cultura: se lo esgrime para todo, para rotos filosóficos y descosidos de modernísima enjundia catalana, en fin, hasta en la sopa), y quizá, y volviendo a lo nuestro, lo que más bien resulta es que aquí no es tanto en Bartleby y su descendencia en quien interesaría fijarse más (si  sólo se atiende con demasiada exclusividad al aspecto trágico el personaje y no al cómico) o a quien debiéramos conceder la presencia mentora o dementora que sobrevuela este prodigioso relato; pues no es tanto ése, creo yo, sino otro el modelo o los modelos también melvillianos que cumplen asímismo una posible función referencial, sobre todo si se enfoca la atención no hacia el protagonista Wilhelm, condenado irremesiblemente desde las primeras líneas, sino directamente a su definitivo y más brillante tentador luciferino (pues el burdo representante de actores, Maurice Venice, no es más que un torpe borrador del «maligno maestro»). Me refiero al magnífico doctor Tamkin, su interlocutor, su consejero mefistofélico, el mago infernal o gancho provocador que hace que en esta nouvelle maestra se registre, como un previo despliegue teórico antes de la muy previsible y mortal caída de Wilhelm, una de la conversaciones más memorables de la literatura moderna que yo acierte a recordar en cuanto se refiere al menos a su poder hilarante (y los recuerdos ilustres recogen algunos ejemplos de altísima cota y raíz cervantina, como las de Sam Weller y su padre en el Pickwick de Dickens, si es que hay que establecer índice o baremo para que el lector entienda a qué calidades en lo regocijante de una conversación me estoy refieriendo).

El doctor Tamkin en Carpe Diem de Saul Bellow y El estafador y sus disfraces de Herman Melville.

El pobre Wilhelm, fracasado modélico o «de libro», rechazado y timado una y otra vez y por todos, por el representante de actores Maurice Venice, por su voraz ex-esposa, y hasta por su propio padre, que lo repudia, decide como último recurso confiar toda su fortuna, 700 dólares, al doctor Tamkin, improvisado gurú de Wall Street: y, dejándose guiar de sus consejos de experto, invierte en valores de manteca de cerdo y...se arruina.
El relato de la conversación de Wilhelm con el doctor Tamkin, siendo como es una pieza maestra del humor de tan evidente fuerza propia como autonomía de invención, me recuerda vivamente (o yo no puedo evitar emparejarla) a las extrañas conversaciones que se van desgranando en ese vapor Fidèle que parece surcar eternamente las aguas del Missisipi, ese barco de los locos en el que una infinita y extraña serie de personajes, tan diversos como familiares entre sí a la vez, hilan sin fin voces que se preguntan interminable, insaciablemente, por la «verdad», la «caridad» y la «confianza»...

Copio a continuación una muestra extensa de la conversación de Carpe Diem y otra del Estafador de Melville. Juzgue el amable lector... y, sobre todo, disfrute.
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El doctor Tamkin, mago de las finanzas (Bellow).

Un individuo con sombrero de paja gris adornado con una cinta color cacao saludó a Wilhelm en el vestíbulo. Había un ambiente crepuscular, veteado de rojo a los pies; de verde, en los muebles de cuero; de amarillo, por la iluminación indirecta. 
―Hola, Tommy. Espere, no se vaya.
―Perdone ―dijo Wilhelm, de camino al teléfono interior. 
Pero era el doctor Tamkin, a quien precisamente se disponía a llamar.
―Tiene usted una expresión un tanto obsesiva en la cara ―dijo el doctor Tamkin.
«Ahí está, ahí esta. Si llegara a entender a este tipo... », pensó Wilhelm.
―Ah ―dijo a Tamkin―. ¿Esa expresión tengo? Bueno, sea lo que sea, si usted lo dice será verdad. 
El hecho de ver al doctor Tamkin puso fin a la discusión con su padre. Sus pensamientos empezaron a discurrir por otro cauce.
―¿Cómo vamos? ―preguntó―. ¿Qué va a pasar hoy con la manteca de cerdo?
―No se preocupe por eso. Lo único que tenemos que hacer es aguantar y ya subirá. Pero ¿por qué está tan acalorado, Wilhelm?
―Bueno, una de esas historias de familia.
Era el momento de echar otra mirada a Tamkin, y lo observó con atención, pero no sacó nada del nuevo examen. Era posible que Tamkin fuera todo lo que afirmaba ser, y que todos los rumores resultaran falsos. Pero ¿era un hombre de ciencia o no? Si no lo era, podría llevarse el asunto a los tribunales. ¿Se trataba de un charlatán? Ésa era una cuestión delicada. Hasta un farsante podía ser digno de confianza en muchos aspectos. ¿Podía fiarse de Tamkin..., podía? Buscó febrilmente una respuesta, pero en vano.
De todos modos ya había pasado el momento de tal pregunta, y no tenía más remedio que fiarse de él. Tras una larga lucha por decidirse, le había dado el dinero. Las vacilaciones lo habían agotado y se decidió en un impulso irreflexivo. En realidad hubo falta de decisión. ¿Cómo había ocurrido eso?
[...]
El doctor Tamkin había adoptado la actitud de que eran un par de caballeros que experimentaban con futuros de cereales y manteca de cerdo. El dinero, unos cuantos cientos de dólares, no tenía mucha importancia para ninguno de los dos.
―Ya verá ―había dicho a Wilhelm―. Sacará una buena tajada y después se preguntará por qué no hay más gente metida en esto. ¿A que le parece a usted que esos tíos de Wall Street son muy listos, unos verdaderos genios? Eso se debe a que a la mayoría de nosotros nos da miedo pensar en los detalles. Dígame una cosa: cuando va de viaje y no sabe si pasa algo bajo el capó del coche, se preguntará qué hacer en caso de que haya una avería en el motor. ¿Me equivoco? 
No, tenía razón.
―Pues ahí lo tiene ―dijo el doctor Tamkin con una expresión de tranquilo triunfo en los labios, apenas un esbozo de mueca burlona―. Es el mismo principio psicológico, Wilhelm. Ellos son ricos porque usted no comprende lo que pasa. Pero no es ningún misterio, y sólo con poner un poco de dinero y aplicando ciertos principios de observación, se llega a comprenderlo. No se puede estudiar en abstracto. Al principio habrá que correr algún riesgo, para sentir el proceso, el flujo del dinero, todo el tinglado. Si se quiere saber lo que es un alga hay que meterse en el agua. En muy poco tiempo sacaremos unos beneficios del cien por cien.
De manera que en un primer momento Wilhelm tuvo que fingir que su interés por la Bolsa era puramente teórico.
―Bueno ―dijo ahora Tamkin al encontrarlo en el vestíbulo―, ¿de qué se trata, cuál es ese problema familiar? Cuénteme.
Se le ofrecía como un perspicaz especialista en cuestiones psicológicas. Cada vez que ocurría eso, Wilhelm no sabía qué contestar. Ya podía decir o hacer lo que fuera, que el doctor Tamkin siempre parecía adivinar sus pensamientos.
―He tenido unas palabras con mi padre.
El doctor Tamkin no encontró nada extraordinario en eso.
―Es la misma historia de siempre ―aseguró―. El conflicto elemental entre padre e hijo. Y no acabará jamás. Ni siquiera con un anciano tan distinguido como su padre.
―Supongo que no. Nunca he sido capaz de llegar a ninguna parte con él. Mis sentimientos le parecen reprochables. Piensa que son interesados. Se pone nervioso y se enfada. Pero quizá todos los viejos son lo mismo.
―Y los hijos también. Se lo dice uno que lo es ―repuso el doctor Tamkin―. En cualquier caso, debería usted estar orgulloso de tener un padre tan admirable como ese anciano patriarca. Debería darle tranquilidad. Cuanto más viva él, más larga será la esperanza de vida de usted.
―Tal vez sí ―contestó Wilhelm, meditabundo―. Pero creo que he salido más a mi madre, y ella murió a los cincuenta y tantos.
―Se ha suscitado un problema entre un joven que tengo en tratamiento y su padre: acabo de celebrar una consulta ―dijo el doctor Tamkin al tiempo que se quitaba el sombrero gris oscuro.
―¿Tan temprano? ―dijo Wilhelm, suspicaz. ―Por teléfono, claro.
¡Qué personaje era el doctor Tamkin cuando se quitaba el sombrero! La luz indirecta destacaba las complejidades de su cráneo calvo, su nariz de gaviota, sus cejas bien trazadas, su bigote vanidoso, sus ojos castaños de engañador. Tenía una figura rechoncha, rígida, de cuello tan corto que la ancha bola del occipucio le rozaba el cuello de la chaqueta. Sus huesos tenían una forma extraña, como si se plegaran dos veces allí donde una persona normal sólo los dobla una vez, y sus hombros se elevaban puntiagudos como pagodas. Era grueso de cintura. Caminaba con los pies hacia dentro, como las palomas, indicio tal vez de un carácter tortuoso o de que tenía mucho que esconder. Se le notaba la edad en la piel de las manos, y sus uñas sin lunas, cóncavas como garras, parecían a punto de desprenderse. Los ojos eran pardos como piel de castor, llenos de extrañas líneas. Los grandes iris castaños parecían solícitos; pero ¿lo eran? Y honrados; pero ¿era honrado el doctor Tamkin? Sus ojos poseían una fuerza hipnótica, aunque no siempre de la misma intensidad, y Wilhelm no estaba convencido de que fuera un rasgo enteramente natural. Notaba que Tamkin, con estudiado arte, trataba deliberadamente de llamar la atención sobre sus ojos, cuyo magnetismo era simplemente fruto del esfuerzo. De vez en cuando el efecto fallaba o decaía, y cuando eso pasaba, la expresión de su rostro se desplazaba a su grueso (¿quizá necio?) y encarnado labio inferior.
Wilhelm quería hablar de las participaciones en manteca de cerdo, pero el doctor Tamkin dijo:
―Ese caso de padre e hijo que tengo ahora resultaría instructivo para usted. El padre es un tipo psicológico completamente distinto del suyo. Éste piensa que el hijo no es de él.
―¿Por qué?
―Porque ha descubierto que la madre se ha estado entendiendo durante veinticinco años con un amigo de la familia.
―¡Vaya, qué te parece! ―exclamó Wilhelm. Su pensamiento silencioso fue: «Pura invención. ¡Nada más que cuento!».
―Fíjese, además, en el interés que presenta la mujer. Tiene dos maridos. ¿De quién son los hijos? Entregó a su descubridor una confesión de su puño y letra donde afirmaba que dos de los cuatro hijos son de otro padre.
―Asombroso ―comentó Wilhelm, en un tono más bien distante.
El doctor Tamkin siempre estaba contando historias de ese tipo. De creerle, la mayor parte de la gente era así. En el hotel todo el mundo tenía algún trastorno mental, una historia secreta, una enfermedad oculta. Por lo visto la mujer de Rubin, el de los periódicos, era la querida de Carl, el escandaloso que gritaba tanto jugando al gin rummy. La mujer de Frank, el de la peluquería, había desaparecido con un soldado mientras él la esperaba en el muelle de las líneas transatlánticas. Todos eran como las caras de una baraja, se las veía del revés por cualquier lado. Hasta el último de los famosos padecía alguna neurosis. Los más locos de todos eran los hombres de negocios, los negociantes crueles, jactanciosos y presumidos, que gobernaban el país con burdos modales, descaradas mentiras y absurdas palabras que nadie podía creer. Estaban más locos que nadie. Era una plaga. Wilhelm, pensando en la Rojax Corporation, compartía la opinión de que muchos hombres de negocios estaban locos. Y suponía que Tamkin, pese a todas sus rarezas, a veces decía verdades y hacía bien a algunas personas. Cuando le oyó decir que aquello era una plaga todas sus sospechas se confirmaron.
―No podría estar más de acuerdo con usted ―declaró Wilhelm―. Comercian con todo, lo roban todo, son cínicos hasta los tuétanos.
―Tiene usted que comprender ―advirtió Tamkin, hablando de su paciente, o su cliente― que la confesión de la madre carece de valor. Se obtuvo con malos tratos. Yo intento convencer al joven de que no debe preocuparse por una confesión falsa. Pero ¿le sirve de algo que yo le explique las cosas racionalmente?
―¿No? ―dijo Wilhelm, muy nervioso―. Creo que deberíamos pasarnos por la Bolsa. Pronto abrirán. ―Pero, hombre, dijo Tamkin―. Si ni siquiera son las nueve, y en la primera hora tampoco se comercia mucho que digamos. Las cosas no empiezan a moverse en Chicago hasta las diez y media, y allí tienen una hora menos que aquí, no lo olvide. En cualquier caso, le digo que la manteca va a subir, y subirá. Se lo prometo. He hecho un estudio del ciclo culpabilidad-agresividad que hay detrás de todo eso. De esa cuestión yo tendría que entender algo, ¿no le parece? Colóquese el cuello de la chaqueta.
―Pero entretanto, esta semana nos han dado una buena tunda ―observó Wilhelm―. ¿Se fía usted completamente de su corazonada? Si no es así quizá deberíamos dejarlo de momento y esperar.
―¿Es que no ve usted ―preguntó el doctor Tamkin― que no se puede marchar en línea recta hacia la victoria? Hay que ir en zigzag. La línea recta tuvo su época de Euclides a Newton. La era moderna analiza la línea angulosa. A mí, la tunda me la han dado en pieles y café. Pero tengo confianza. Estoy seguro de que acabaré acertando.
Lanzó a Wilhelm una sonrisa contraída y astuta, pero amistosa y protectora, secreta y poderosa, como si quisiera tranquilizarlo. La sonrisa de un mago que veía sus temores y se burlaba de ellos.
―Es curioso ver ―observó― cómo se manifiesta el factor competencia en diferentes individuos.
―¿En serio? Vámonos.
―Pero todavía no he desayunado. 
Yo, sí.
―Venga, tómese una taza de café.
―No quisiera encontrarme con mi padre.
A1 mirar por las puertas de cristal, Wilhelm vio que el anciano se había marchado por la otra salida. «Él tampoco quiere encontrarse conmigo», pensó.
―Muy bien ―dijo al doctor Tamkin―, lo acompañaré a la mesa, pero démonos prisa, porque me gustaría llegar a la Bolsa cuando todavía haya sitio para sentarse. Suele haber manadas de gente.
―Me gustaría contarle lo de ese muchacho y su padre. Es interesantísimo. El padre era nudista. Todo el mundo andaba desnudo por la casa. Puede que la mujer encontrara atractivos a los hombres vestidos. Su marido tampoco era partidario de cortarse el pelo. Era dentista. En la consulta, llevaba pantalones de montar, botas y una visera verde.
―¡Vamos, ande! ―exclamó Wilhelm. 
―Es un caso real.
Súbitamente, Wilhelm se echó a reír. Ni siquiera él había presentido su cambio de humor. Sus facciones se llenaron de placer y cordialidad, y se le olvidaron su padre y sus angustias; jadeó como un oso, feliz, por entre los dientes.
―Más bien parece un dentista de caballos. Para tratar a un caballo no tendría que ponerse pantalones. ¿Y qué más va a contarme ahora? ¿Que su mujer tocaba la mandolina? ¿Que su hijo se alistó en caballería? Venga, Tamkin, es usted para morirse de risa.
―Vaya, cree que trato de divertirlo ―dijo Tamkin―. Eso es porque no está acostumbrado a mi manera de ver las cosas. Yo me ocupo de realidades. La realidad siempre es sensacional. Lo repito: la realidad ¡siempre! es sensacional.
Wilhelm no tenía ganas de abandonar su buen humor. El doctor no tenía mucho sentido del humor. Lo miraba con seriedad.
―Le apuesto lo que quiera ―dijo Tamkin― a que su propia realidad es sensacional.
―¡Ja, ja! ¿La quiere? Puede vendérsela a una revista de cotilleos.
―A la gente se le olvida lo sensacionales que son las cosas que hace. No las toman en consideración. Todo se funde en el trasfondo de su vida cotidiana. Wilhelm sonrió.
―¿Está usted seguro de que ese muchacho le dice la verdad?
―Sí, porque conozco a toda la familia desde hace años.
―¿Y trata usted a sus propios amigos? No sabía que eso estuviera permitido.
―Bueno, yo soy radical en el ejercicio de mi profesión. Hago el bien siempre que puedo.
La cara de Wilhelm volvió a palidecer, cargándose de preocupación. Sus rubios cabellos salpicados de ceniza eran como una masa en su cabeza, y sus dedos se aferraban inquietos a la mesa. Sensacional, pero curiosamente, también aburrido. ¿Y cómo se entiende eso? Todo se funde con el decorado. Interesante pero no divertido. Verdadero pero falso. Superficial pero laborioso, así era Tamkin. Las sospechas de Wilhelm llegaron a su punto álgido cuando el doctor, en su tono más inexpresivo, declaró:
―Yo soy más eficiente cuando no percibo honorarios. Cuando lo hago sólo por afecto. Sin retribución económica. Así me sustraigo a la influencia de la sociedad. Especialmente del dinero. Lo que busco es la compensación espiritual. Hacer que la gente viva en el aquí y el ahora. En el universo real. En este instante. El pasado no nos sirve de nada. El futuro está lleno de angustia. Sólo el presente es real: el aquí y el ahora. Vive el momento.
―Bueno ―repuso Wilhelm, volviendo a su seriedad―, ya sé que es usted un hombre fuera de lo corriente. Me gusta lo que dice del aquí y el ahora. ¿Todos los que acuden a verlo son a la vez pacientes y amigos suyos? ¿Como esa chica alta y guapa, que siempre lleva esas llamativas faldas estrechas con cinturón?
―Era epiléptica; un caso patológico bastante grave, además. Mi tratamiento está siendo un éxito. Hace seis meses que no tiene un ataque, y antes le daba uno a la semana.
―¿Y ese joven fotógrafo, el que nos enseñó esas películas sobre las selvas de Brasil, no es pariente de ella?
―Su hermano. Está a mi cuidado, también. Tiene algunas tendencias horrorosas, cosa de esperar cuando hay un epiléptico en la familia. Los conocí en un momento en que necesitaban asistencia desesperadamente, y me ocupé de ellos. La muchacha estaba dominada por un hombre cuarenta años mayor que ella que le producía ataques por sugestión cada vez que intentaba abandonarlo. ¡Si supiera usted sólo la centésima parte de lo que pasa en la ciudad de Nueva York! Ya ve, puedo entender que una persona solitaria empiece a sentirse como un animal. Que cuando llega la noche, le entren ganas de aullar por la ventana como un lobo. Yo he tomado a ese joven y a su hermana bajo mi absoluta responsabilidad. Tengo que estar atento con ese muchacho por si le da por marcharse a Brasil o a Australia. Para mantenerlo en el aquí y el hora le estoy enseñando griego.
¡Aquello era toda una sorpresa! 
―¡Cómo!, ¿es que sabe griego?
―Un amigo mío me lo enseñó cuando estaba en El Cairo. Estudié a Aristóteles con él para no estar sin hacer nada.
Wilhelm trató de asimilar esas nuevas extravagancias y analizarlas. Eso de aullar por la ventana como un lobo, por la noche, le sonaba a auténtico. Era algo que daba que pensar. ¡Pero el griego! Se dio cuenta de que Tamkin lo estaba observando para ver su reacción. Siempre había nuevos elementos que considerar. Unos días antes Tamkin le había dado a entender que en otro tiempo se había movido por los bajos fondos, como miembro de una banda llamada Detroit Purple. Una vez fue director de una clínica mental en Toledo. Había trabajado con un inventor polaco en un barco insumergible. Era asesor técnico en televisión. En la vida de un hombre de genio, podían suceder todas esas cosas. Pero ¿le habían ocurrido a Tamkin? ¿Era un genio? A menudo contaba que había prestado asistencia psiquiátrica a ciertos miembros de la familia real de Egipto.
―Pero todos son iguales, aristócratas o plebeyos ―afirmaba―. Sólo que los aristócratas saben menos de la vida.
Una princesa egipcia a quien había tratado en California, de unos horribles trastornos que había descrito a Wilhelm, lo contrató para que volviera con ella a su país, y allí le confió a muchos amigos y parientes de ella. Pusieron a su disposición una villa sobre el Nilo.
―Por razones éticas, no puedo darle muchos datos sobre esas personas ―declaró.
Pero Wilhelm ya conocía todos los detalles, que resultaban bastante extraños y escandalosos, si es que eran ciertos. Si es que eran ciertos..., no podía librarse de la duda. Por ejemplo, el general que se ponía delante del espejo enteramente desnudo aparte de unas medias de mujer... y todo lo demás. A1 escuchar la descripción de hechos tan insólitos de labios del doctor, Wilhelm tenía que traducir sus palabras a su propio lenguaje, pero no podía hacerlo lo bastante rápido ni encontraba términos que se ajustaran a lo que le decía.
―Aquellos peces gordos egipcios invertían en Bolsa, también, por puro placer. ¿Para qué iban a necesitar más dinero? En su compañía, casi me hice millonario yo también, y si hubiera jugado con cabeza, no sé lo que habría pasado. Puede que hasta me hubieran nombrado embajador. ―¿De Estados Unidos? ¿De Egipto?―. Un amigo mío me pasó una información sobre el algodón. Compré una buena cantidad. No me alcanzaba el dinero, pero allí todos me conocían. Nunca se les habría ocurrido que una persona de su círculo social anduviera escasa de fondos. La venta se hizo por teléfono. Luego, mientras la carga de algodón estaba en el mar, el precio se triplicó. Cuando la mercancía se hizo de pronto tan valiosa, se revolucionó el mercado mundial del algodón e indagaron quién era el propietario de aquel cargamento. ¡Yo! Investigaron mi posición y, al ver que no era más que un doctor, cancelaron la venta. Eso era ilegal. Les puse pleito. Pero como no tenía dinero para luchar contra ellos, vendí el asunto a un abogado de Wall Street por veinte mil dólares. Él llevó adelante el juicio y, cuando lo iba ganando, llegaron a un acuerdo extrajudicial que superaba el millón de dólares. Pero al volver de El Cairo, en avión, hubo un accidente. Murieron todos los que iban a bordo. Llevo sobre la conciencia esa culpa, la de ser el causante de la muerte de aquel abogado. Aunque fuera un estafador.
  «Debo de ser un auténtico imbécil, para quedarme aquí sentado oyendo historias tan absurdas. Será que tengo debilidad por la gente que habla de las cosas profundas de la vida, incluso de la forma en que lo hace éste», pensó Wilhelm.
―Nosotros, los científicos, hablamos de un sentimiento de culpa irracional ―explicó el doctor Tamkin, como si Wilhelm fuera un alumno de su clase―. Pero en este caso, como había dinero de por medio, deseaba que le ocurriera algo malo. Soy consciente de ello. No es momento de entrar en detalles, pero ese dinero me hizo sentirme culpable. Capital y Crimen empiezan con C. Cálculo. Corrupción.
 Wilhelm, dejando vagar la mente, sugirió al azar: ―¿Y qué le parece Caridad? ¿Corazón compasivo? 
―Hay algo que debería tener claro a estas alturas: ganar dinero es un acto de agresión. Eso es todo. La explicación funcional es la única que vale. La gente va a la Bolsa a quitar de en medio a sus rivales. Dicen: «Me los voy a cargar a todos». No es casual. Sólo que no tienen valor para cargarse de verdad a alguien, y lo hacen simbólicamente. El dinero. Matan con la imaginación. Ahora bien, contar y hacer números siempre es una actividad sádica. Como pegar. En la Biblia, los judíos no permitían que los contaran. Sabían que era un acto sádico.
―No entiendo lo que quiere decir ―dijo Wilhelm. Una extraña incomodidad lo invadía. Empezaba a hacer demasiado calor y no pensaba con claridad―. ¿Por qué quieren matar?
―Poco a poco lo irá entendiendo todo ―le aseguró el doctor Tamkin.
Sus sorprendentes ojos tenían algo de la brillante sequedad de un abrigo de pieles. Innumerables pelos cristalinos o espículas de luz resplandecían en la superficie de su insolente mirada.
―Es algo que no puede comprenderse sin haber pasado años enteros estudiando los límites del comportamiento humano y animal, los profundos secretos químicos, orgánicos y espirituales de la vida. Yo soy un poeta psicológico.
―Si es usted un poeta de esa clase ―dijo Wilhelm, cuyos dedos palpaban en el bolsillo los sobrecitos con pastillas de Phenaphen―, ¿qué hace en la Bolsa?
―Ésa es una buena pregunta. Quizá la especulación se me da mejor porque no me importa. En el fondo, ganar dinero no me suscita un deseo lo bastante intenso, y por eso mantengo la cabeza bien fría. «¡Ah, claro! Menuda respuesta, ¿verdad? ―pensó Wilhelm―. Apuesto a que si yo mostrara una actitud enérgica se retractaría de todo lo que ha dicho. Se arrastraría a mis pies. ¡Cómo me mira de reojo, para ver si me lo creo! » Engulló la pastilla de Phenaphen con un gran trago de agua. Al pasarla por la garganta se le enrojecieron los cercos de los ojos. Luego se sintió más tranquilo.
―Vamos a ver si encuentro una respuesta que le satisfaga ―dijo el doctor Tamkin.
Le sirvieron las tortitas. Las untó de mantequilla, les echó por encima un sirope de arce de color pardusco, las partió en cuatro, y las empezó a masticar con sus duras mandíbulas, enérgicas y musculosas, que de vez en cuando crujían en las articulaciones. Se apuntó al torso con el mango del cuchillo y dijo:
―Aquí dentro, en el pecho humano, el mío, el suyo, el de cualquiera, no hay sólo un alma. Sino muchas. Pero las almas principales son dos: la verdadera y la falsa. Ahora bien, cada persona comprende que debe amar algo o a alguien. Siente que debe salir de sí misma. «Si no puedes amar, ¿qué eres?» ¿Está de acuerdo?
―Sí, doctor, creo que sí ―contestó Wilhelm, escuchando con atención aunque con cierto escepticismo. 
―«¿Qué eres?» Nada. Ésa es la respuesta. Nada. En lo más profundo de tu ser... ¡nada! Y claro, eso resulta difícil de aceptar y entonces uno quiere ser Algo, y lo intenta. Pero en vez de ser realmente ese Algo, el hombre, en cambio, engaña a todo el mundo. No se puede ser tan severo consigo mismo. Se ama un poco. Se tiene un perro ―¡Tijeras!―, o se da dinero a alguna organización benéfica. Pero eso no es amor, ¿verdad? ¿Qué es? Egoísmo, pura y simplemente. Es un modo de amar el alma falsa. Vanidad. Sólo vanidad, eso es. Y conveniencia social. El interés del alma falsa se identifica con el interés de la vida social, con el mecanismo de la sociedad. Ésa es la principal tragedia de la vida humana. ¡Ah, es terrible! ¡Horroroso! Nadie es libre. Quien nos traiciona, quien nos vende, está dentro de nosotros. Hay que obedecerlo como esclavos. Nos hace trabajar como bestias. Y ¿para qué? ¿Para quién?
―Sí, ¿para qué? ―A Wilhelm le llegaron al corazón esas palabras del doctor―. Estoy enteramente de acuerdo. ¿Cuándo seremos libres?
―El objetivo consiste en mantener el mecanismo en marcha. El alma verdadera es la que debe pagar. Sufre y se consume, y se da cuenta de que el alma falsa no puede ser amada. Porque es una impostura. Al alma verdadera le gusta la verdad. Y cuando el alma verdadera se encuentra en ese estado, quiere matar al alma falsa. El amor se ha convertido en odio. Entonces nos volvemos peligrosos. Somos capaces de asesinar. Hay que matar a quien nos engaña.
―¿Y eso le pasa a todo el mundo?
―Sí, a todo el mundo ―respondió sencillamente el doctor―. Claro que, para simplificar, he hablado del alma; no es un término científico, pero ayuda a entender. Cada vez que el hombre mata, quiere matar en él al alma que lo ha engañado y estafado. ¿Quién es su enemigo? Él mismo. ¿Y su amigo? Él también. Por tanto, todo suicidio es asesinato y todo crimen es suicidio. El mismo e idéntico fenómeno. Biológicamente, el alma falsa arrebata la energía al alma verdadera y la debilita, como un parásito. Eso ocurre inconscientemente, sin discernimiento, en las profundidades del organismo. ¿Ha estudiado alguna vez parasitología?
―No, el médico es mi padre. 
―Debería leer algún libro al respecto.
―Pero eso significa que el mundo está lleno de asesinos ―infirió Wilhelm―. Y eso no es un mundo, sino una especie de infierno.
―Claro ―convino el doctor―. Por lo menos, una especie de purgatorio. Andamos sobre cadáveres. Están por todas partes. Los oigo clamar de profundis y retorcerse las manos. Los oigo, pobres bestias humanas. No puedo dejar de oírlos. Y mis ojos están irremisiblemente abiertos. También yo tengo que gritar. Ésa es la tragicomedia humana. Wilhelm trató de captar esa visión. Y de nuevo el doctor le pareció poco digno de confianza, y dudó de él.
―Bueno ―objetó―, también hay gente amable, corriente, servicial. Está... por ahí, por todo el país. En todas partes. Pero ¿qué clase de cosas morbosas lee usted?
La habitación del doctor estaba llena de libros.
―Leo lo mejor que hay en literatura, ciencia y filosofía ―aseveró el doctor Tamkin.
Wilhelm había observado que en su cuarto hasta la antena de la televisión estaba sobre un montón de libros.
―Korzybski, Aristóteles, Freud, W. H. Sheldon y todos los grandes poetas. Responde usted como un profano. No ha reflexionado seriamente sobre la cuestión.
―Muy interesante ―repuso Wilhelm. Se daba cuenta de que no había reflexionado seriamente sobre nada―. Pero no piense que soy idiota. Yo también tengo mis ideas.
 Un vistazo al reloj le advirtió de que la Bolsa abriría pronto. Aún disponían de unos minutos. Tamkin todavía tenía que decir cosas y él quería oírlas. Se daba cuenta de que Tamkin no utilizaba un lenguaje muy culto, pero los científicos, por otra parte, no siempre entendían mucho de letras. La descripción de las dos almas era lo que lo había impresionado. Veía en Tommy al alma falsa. E incluso podía ser que Wilky no fuera su verdadero yo. ¿Acaso el nombre de su alma verdadera era el que le daba su abuelo, Velvel?
Aunque el nombre del alma debía ser sólo eso: alma. «¿Qué aspecto tendrá? ¿Se parece mi alma a mí? ¿Hay un alma que se parezca a papá? ¿A Tamkin? ¿De dónde saca su fuerza el alma verdadera? ¿Por qué ama la verdad? » Wilhelm se torturaba, pero trató de no hacer caso a su tormento. En secreto, rezaba para que el doctor le diera algún consejo útil y transformara su vida.
―Sí, lo entiendo ―aseguró―. No se me ha escapado nada.
―Yo no he dicho que no fuera usted inteligente, sino sólo que no ha estudiado estas cosas. En realidad, tiene usted una personalidad profunda y posee grandes capacidades creativas, pero también padece trastornos emocionales. Me preocupa usted, y desde hace algún tiempo lo tengo en tratamiento.
―¿Sin que yo lo sepa? No he notado nada. ¿Qué quiere decir? Creo que no me gusta eso de que me sometan a tratamiento sin saberlo. No sé qué pensar. ¿Qué ocurre, es que cree que no soy normal?
  Y realmente no sabía qué pensar. Que el doctor se preocupara de él, le gustaba. Eso era lo que anhelaba, que se preocuparan de él, que le desearan que las cosas le fueran bien. Bondad, compasión: eso era lo que quería. Pero ―y ahí alzó los macizos hombros a su manera peculiar, metiendo las manos en las mangas; sus pies se movían inquietos por debajo de la mesa―, pero también se sentía molesto, e incluso un tanto indignado. ¿Con qué derecho se había metido Tamkin donde no lo llamaban? Aquel hombre gozaba de demasiados privilegios. Cogía el dinero de los demás y especulaba con él. Sometía a tratamiento a todo el mundo. Nadie tenía secretos para él.
 El doctor lo miró con sus implacables ojos pardos, severos e impenetrables, su cráneo desnudo y reluciente, su labio inferior rojo y caído, y anunció:
―Tiene usted muchos sentimientos de culpa. Wilhelm lo reconoció, inerme, sintiendo un cálido rubor por sus anchas facciones.
―Sí, eso también me parece a mí. Aunque personalmente ―añadió―, no tengo sensación de ser un criminal. Siempre procuro no molestar. Quienes se aprovechan son los demás. Y por eso, ya sabe, me siento oprimido. Y si no le importa, y le da lo mismo, me gustaría que avisara cuando empezara a tratarme. Y ahora, Tamkin, por amor de Dios, ya están poniendo los menús del almuerzo. Tenga la bondad de firmar la cuenta, ¡y vámonos!
[...]
Llegaron a la parte norte de Broadway, donde la atmósfera, algo turbia, palpitaba entre el polvo y el humo; un aire enrarecido por la gasolina, visible a la altura de los ojos, salía por los tubos de escape de los autobuses. Por la fuerza de la costumbre, Wilhelm se subió el cuello de la chaqueta.
―Sólo una pregunta técnica ―dijo Wilhelm―. ¿Qué ocurre si las pérdidas son mayores que el depósito?
―No se preocupe. Tienen un sistema ultramoderno de contabilidad electrónica, y no permiten que nadie se endeude. Lo dejan a uno fuera de juego automáticamente. Pero quiero que lea el poema. Todavía no lo ha leído. Ligero como una langosta, un helicóptero que llevaba correo del aeropuerto de Newark al de La Guardia saltaba sobre la ciudad con un brinco gigantesco.
El papel que desdobló Wilhelm tenía en los márgenes una línea trazada con tinta roja. Leyó:


MECANICISMO CONTRA FUNCIONALISMO: 
MI-ÍSMO CONTRA SU-ÍSMO
Si al menos pudieras ver
tu esplendor que es y aún por ser,
qué éxtasis de gozo ―belleza― sentirás.
A tus pies está ―tierra, luna, mar― la trinidad.

¿Por qué, entonces, te entretienes,
y la corteza solamente tomas,
y de la tierra la superficie sólo rozas,
cuando todo, así, te pertenece?

Busca, pues, lo que no está,
y en tu misma gloria descansa ya.
Observa. Tu fuerza no es venial
Eres Rey. Eso en ti es fundamental.

Mira, pues, de frente, fíjate.
Abre los ojos, ve.
Al pie del Monte Serenidad
está tu cuna de eternidad.

Absolutamente confuso, Wilhelm dijo para sus adentros, explosivamente: «Pero ¡cuántas zarandajas, qué batiburrillo es todo esto! ¿Qué es lo que pretende de mí? ¡Que se vaya a hacer gárgaras! Es como si pretendiera darme un golpe en la cabeza, dejarme sin sentido, matarme. ¿Para qué me da esto? ¿Con qué objeto? ¿Se trata acaso de una especie de prueba? ¿Es que quiere hacerme un lío? Pues lo ha conseguido. Nunca se me han dado bien las adivinanzas. Di adiós a esos setecientos dólares, y considéralo como un error más en una larga serie de equivocaciones... ¡Ay, madre, menuda serie!». Se quedó parado junto al reluciente escaparate de una frutería, con el papel de Tamkin en la mano, aturdido, como si le hubiera entrado en los ojos polvo de magnesio del fogonazo de un fotógrafo.
«Pero está esperando mi reacción. Tengo que decirle algo sobre el poema. No es ninguna broma. ¿Qué le voy a decir? ¿Quién es ese Rey? El poema está escrito para alguien. Pero ¿para quién? Ni siquiera estoy en condiciones de hablar. Siento que me sofoco y me falta el aliento. Con todos los libros que lee, ¿cómo es posible que este tío no sepa lo que dice? ¿Y por qué estamos todos tan convencidos de que sabemos de lo que habla? No. Yo no lo sé, ni lo sabe nadie. Los planetas no lo saben, ni las estrellas, ni tampoco el espacio infinito. No cuadra con la Constante de Planck ni con ninguna otra cosa. Así que, ¿para qué sirve? ¿Qué falta hace? ¿Qué quiere decir con lo del Monte Serenidad? ¿Podría ser una metáfora del Everest? Como dice que todo el mundo se está suicidando, quizás esos tipos que han escalado el Everest sólo pretendían matarse, y si queremos paz tenemos que quedarnos al pie de la montaña. En el aquí y el ahora. Pero también hay aquí y ahora en la ladera, y en la cumbre, hasta donde escalaron para vivir el momento. Eso de la superficie no lo puede decir en serio, no me lo creo. Estoy a punto de echar espumarajos por la boca. "Tu cuna..." ¿Quién es el que descansa en su cuna, en su gloria? Ya no soy capaz de pensar más. Me saca de quicio. Así que, basta ya. ¡A tomar por culo! El dinero y todo. ¡Que se lo quede! Cuando tengo dinero me comen vivo, como las pirañas de esa película de la selva brasileña. Fue horroroso cuando devoraban al toro en el río. Se ponía pálido, como la arcilla, y a los cinco minutos no quedaba más que el esqueleto, todavía entero, flotando a la deriva. Cuando ya no tenga más, por lo menos me dejarán en paz.»
―Y bien, ¿qué le parece? ―quiso saber el doctor Tamkin.
  Le lanzó una sonrisa de especial complicidad, como si ahora Wilhelm tuviera que saber con qué clase de persona estaba tratando.
―Bonito. Muy bonito. ¿Hace mucho que escribe? ―Llevo años y años desarrollando ese estilo. ¿Lo ha entendido todo?
―Estoy tratando de adivinar quién es ese Tú.
―¿Tú? Tú es usted.
―¡Yo! ¿Por qué? ¿Es que se refiere a ?
―¡Pues claro que se refiere a usted! Lo compuse pensando en usted. Claro que la protagonista del poema es la humanidad enferma. Si abriera los ojos, comprendería su grandeza.
―Sí, pero ¿qué pinto yo en todo eso?
―La idea principal de la poesía es construir o destruir. No hay término medio. El sistema es destrucción. El dinero, por supuesto, es destrucción. Cuando se cave la última tumba, habrá que pagar al enterrador. Si pudiera usted confiar en la naturaleza, no tendría nada que temer. Ella le mantendría alta la moral. Es creadora. Rápida. Generosa. Fuente de inspiración. Da forma a las hojas. Mueve las aguas del mundo. El hombre es dueño y señor de todo eso. Ha recibido en herencia todo lo creado. Usted no sabe lo que lleva dentro. Una persona crea o destruye. No hay neutralidad...
―Ya me había dado cuenta de que usted no es ningún principiante ―dijo Wilhelm, cortésmente―. Sólo tengo una crítica que hacer. Creo que «tu fuerza no es venial» no suena bien. Debería decir «tu fuerza no es trivial... ».
Y pensaba: «¿Y entonces? Me lo he jugado todo. Sólo un milagro podrá salvarme. Pero si me quedo sin nada, el dinero ya no podrá destruirme. Aunque Tamkin no puede apropiárselo y perderlo por las buenas. A él le pasa igual. Me parece que también está en apuros. Debe de estarlo. Estoy seguro, porque, ahora que lo pienso, sudaba sangre cuando firmó aquel cheque. Pero ¿por qué me he dejado meter en esto? Las aguas del mundo van a engullirme».

Saul Bellow, Carpe Diem, prólogo de Cynthia Ozick, trad. Benito Gómez Ibáñez, Galaxia Gutenberg, Círculo de Lectores, Barcelona, 2006, págs. 108-136. Seize the Day, Viking Press, Nueva York, 1956
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[Copio ese fragmento extenso porque supongo que puedo hacerlo. Es una parte sustancial del capítulo IV de la novela. Elimino un par de pasajes porque los considero prescindibles y quizá también por  una cierta prevención a reproducir el capítulo en su integridad. No tengo otro modo de mostrar lo que quiero  dar a entender sino citando el episodio de esta manera. Parafrasear el contenido y limitar las citas a las frases o momentos  "culminantes" (¿cuáles lo son más que otros?) hubiera estropeado el efecto acumulativo. En fin: si hago mal, que se me diga. Lo mismo sucede respecto al texto de Melville y cuantas citas de alguna extensión haga o pueda hacer en el blog. Siempre procuraré no "saquear" derechos sino ofrecer testimonios de lecturas. Para ello, a veces, la cita extensa es imprescindible. Por otra parte, no hay intención de "lucro" alguno en ello. Quizá si algún lector agradecido a la labor de escaneo y corrección (que me ha ocupado casi toda la tarde) me invitara en lo futuro a una amigable cerveza mientras compartimos el gusto común por estas páginas, me consideraría más que recompensado.]
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El embaucador de los mil rostros (Melville)

[Hacia 1850. En un vapor del Mississipi. Extraños personajes van apareciendo: un mudo escribe carteles exaltando la caridad; un negro tullido pide limosna. Aparece el hombre de gris]

―¿Quién es ese bellaco? ―preguntó el hombre de gris con ardor e indignación.
―¿Quién es ese sujeto que aunque dijera la verdad, por su forma de hablar, haría que la verdad resultase tan ofensiva como la mentira? ¿Quién es? ―inquirió con visible aumento de su irritación. 
―Es ese de quien yo le dije antes que había mostrado sus exaltadas sospechas hacia el negro ―replicó el joven clérigo saliendo de la confusión en que había quedado.
―Es, en pocas palabras, la persona culpable de mi propio recelo; él sostenía que Guinea no era más que una especie de bribón blanco y disfrazado, pintado como negro para servir de cebo. Sí, eso, más o menos, fue lo que afirmó. 
―¡Imposible! No pudo tener pensamientos tan injuriosos. Por favor, ¿quiere usted decirle que regrese? 
Asintió el joven clérigo, y, luego de no pocas y ariscas objeciones, convenció al cojo de la pata de palo para que volviera. Entonces, el hombre de gris se dirigió a él en esta forma:
―Este reverendo caballero, señor, me dice que cierto tullido, un pobre e infeliz negro, es considerado por usted como un ingenioso impostor. Ahora bien, yo no ignoro la existencia de personas que, incapaces de dar mejores pruebas de su sabiduría, obtienen un extraño placer en mostrar que ellos han comprendido sagazmente al género humano, y que por ello adolecen de una muy grande falta de caridad y de un extremado recelo. Confío en que usted no sea de esos.
Resumiendo, ¿podría decirme si usted, simplemente, bromeaba al expresarse así del negro, sería tan amable?
―No, no seré tan amable; seré tan cruel. 
―Como guste. Estoy a la espera.
―Bueno, pues yo digo que es un blanco enmascarado como negro.
―¿Un blanco enmascarado como negro? 
―Exactamente. Eso mismo.
El hombre de gris miró con fijeza al joven clérigo por unos momentos; luego le dijo quedamente:
―Yo creía que usted presentaba a este hombre como un ser muy desconfiado; pero parece muy crédulo y seguro de cuanto ve.
Después, volviéndose en dirección al cojo de la pata de palo, pidió:
―Dígame, caballero, ¿cree de verdad que un blanco puede hacerse pasar por negro así, tan fácilmente? Yo diría que quien así actuase sería un grandísimo actor
merecedor de escenarios más importantes que un barco. 
―En realidad no representa mucho mejor de lo que otros lo hacen.
―¿Cómo? ¿Todo el mundo representa, según usted, una comedia? ¿Soy yo, por ejemplo, un comediante? ¿Es acaso mi reverendo amigo, aquí presente él también, un sujeto que representa ante el gran público sus habilidades?
―Pues sí. ¿No representan ustedes un papel cada uno? Hacer, es actuar; en consecuencia, todos los que hacen algo son actores.
―¡Habla usted con mucha ligereza, amigo! Le pregunto de nuevo si un blanco puede hacerse pasar par negro tan fácilmente.
―¿Es que nunca ha visto a uno de esos negros que, sin serlo, van con las compañías de cómicos ambulantes, haciendo el papel de morenos? Yo creo no equivocarme.
―¡Claro que los he visto, cómo no! Pero ellos tienen una exagerada tendencia a extremar los gestos de los negros; como dice el refrán, tan justo como caritativo: «No es tan negro el diablo como lo pintan». Y si Guinea no es un tullido, ¿cómo podría hacer esas cosas con sus miembros?
―Pues como otros mendigos deforman los suyos. 
―¿Como otros mendigos hipócritas deforman los suyos? Es bastante sencillo ver el truco. ¿Es, pues, evidente el truco?
―Sí que lo es para el ojo escudriñador ―dijo el cojo de la pata de palo haciendo un horrible movimiento giratorio con su armella.
―Bien, ¿dónde está Guinea? ―preguntó el hombre de gris. 
―¿Dónde está? Sugiero que vayamos en su busca y refutemos toda cavilación insidiosa en torno a esta injuriosa hipótesis.
―¡Hágalo! ―exclamó el cojo. ―Ahora me encuentro con humor para, una vez en mi presencia el tal negro, dejarle las marcas de estos dedos sobre el cuello, igual que el león deja las marcas de sus garras sobre la madera de un cofre. Antes no me dejaron ponerle la mano encima. Sí, ¡ánimo!, encuéntrenle; yo haré que vuele primero su disfraz y luego él mismo.
―Olvidó usted ―intervino el joven clérigo dirigiéndose al hombre vestido de gris― que usted mismo ayudó a desembarcar al pobre Guinea.
―Es cierto, es cierto; qué mala fortuna ―dijo apesadumbrado para, de pronto, dirigirse al cojo de la pata de palo: ―Creo que, aun sin la prueba personal que aportaría la presencia de Guinea, puedo hacerle ver su error. ¿Piensa usted en verdad que sea razonable la suposición de que un hombre, con inteligencia suficiente para actuar en la forma señalada por usted, se expondría a levantar disturbios y a correr todos esos riesgos, por unas pocas y miserables monedas de cobre, que, según he oído decir, fue cuanto consiguió en premio a sus fatigas?
―Lo que dice este caballero es irrefutable ―dijo el joven pastor, mirando desafiante al cojo.
―¡Y un cuerno! El dinero, créalo, no es el único motivo que lleva a un hombre a correr riesgos y a padecer fatigas. ¿Cuánto dinero obtuvo el demonio engañando a Eva?
Dichas estas palabras, se marchó de nuevo, arrastrando su cojera, mientras hacía risas de burla intolerable. El hombre de gris permaneció silencioso viendo cómo se alejaba durante un rato, y, luego, volviéndose hacia su acompañante, dijo:
―Es un mal hombre, un sujeto peligroso; es un tipo digno de ser rechazado en cualquier comunidad que se precie de poner en práctica la palabra de Cristo. ¿Y fue este individuo quien despertó en usted el turbio sentimiento de la desconfianza? ¡Ah, deberíamos hacer oídos sordos a la maledicencia, al recelo, y escuchar sólo todo cuanto se oponga a esas lacras!
―Usted, amigo mío, sugiere un principio de actuación, que, de haber sido seguido por mí esta mañana, me hubiera evitado lo que ahora siento. El sujeto de antes, ese cojo, lleva tanta maldad consigo que puede, con su palabra agria, convertir en áspera, cosa que sucedió conmigo, la disposición de ánimo de una numerosa compañía de gente. Pero como di a entender, conmigo, a la sazón, sus malévolas palabras no sirvieron de nada, igual que ahora; sólo tengo la inquietud, que me corroe, de que surtieran el efecto por él deseado cuando las dijo, después de un tiempo transcurrido.
―No lo lamente. En las mentes humanas, el espíritu de la desconfianza trabaja de forma muy parecida a como lo hacen ciertas posiciones; es un espíritu que puede penetrar en tales mentes, y, sin embargo, durante un tiempo mayor o menor, permanecer en ellas inamovible.
―Es descorazonador, pero desde que ese funesto cojo habló ―ha pasado ya un espacio de tiempo relativamente grande― intenta brotar en mí la semilla de la duda; de nuevo siento el veneno horrible que antes me invadiera. ¿Cómo puedo asegurarme de que mi actual inmunidad a sus efectos será perdurable?
―Uno nunca puede estar seguro, aunque sí puede hacer un esfuerzo.
―¿Cómo?
―Estrangulando el más leve síntoma de desconfianza, del tipo que sea, que, en el futuro, bajo cualquier provocación, se alce en su interior.
―Así lo haré ―añadió el joven clérigo como si hablase consigo mismo: ―De veras que así lo haré. La culpa es sólo mía por haber permanecido en absoluta pasividad ante semejantes influencias, como la que sobre mí ejerció ese cojo. Mi conciencia no ―deja de reprochármelo. Dirigiéndose nuevamente al hombre de gris, dijo: ―A ese pobre negro, ¿lo ve usted con frecuencia? 
―No, con frecuencia no le veo, pero dentro de pocos días mis asuntos habrán de conducirme a las proximidades de su actual retiro, y, sin duda, el honrado Guinea, que es un alma agradecida, irá a visitarme.
―Entonces, ¿ha sido usted su benefactor?
―¿Su benefactor? Yo no diría eso...; simplemente le conozco v aprecio.
―Tome estas monedas. Déselas a Guinea cuando le vea, y dígale que provienen de uno que creyó plenamente en su honestidad, y que lamenta sinceramente haberse abandonado, aunque fuera por unos instantes, a un pensamiento en su contra.
―Acepto lo que me confía, y, de paso, puesto que es de naturaleza tan hermosamente caritativa, usted ¿desestimaría una petición de ayuda hecha por mí en nombre del Asilo de Viudas y Huérfanos de Semínolas?
―Nunca he oído hablar de tal asociación de caridad.
―Bueno, es que es de fundación reciente.
Tras una pausa, el clérigo, con movimientos irresolutorios, reflejo de sus dudas, se echaba mano al bolsillo, cuando, presa de algo extraño, detectado en la ávida mirada de su interlocutor, procedió a observar inquisitorialmente al hombre de gris.
―¡Ah, bien! ―sonrió el otro con amargura. ―Si ese sutil veneno del que acabamos de hablar comienza a dejar sentir sus efectos, mi súplica imagino será vana. ¡Adiós!
―¡No! ―gritó conmovido el clérigo. ―Es usted injusto conmigo; en vez de entregarme ahora a la sospecha, calculaba sobre las necesidades que puedan acuciar a esa fundación. ¡Tenga aquí el dinero para el Asilo! No es mucho, pero cada gota acaba por llenar el vaso. ¿Llevará usted la contabilidad?
―Desde luego ―dijo el hombre de gris, sacando un libro de cuentas y un lápiz. ―Permítame tomar nota del nombre de usted, como donante, y de la cantidad aportada. Hacemos públicos los nombres de quienes se muestran comprensivos y generosos con el Asilo. Y ahora, permítame que le relate una pequeña historia, relacionada con nuestro Asilo, y la forma providencial en que fue fundado.
[...]
Al llegar a un punto interesantísimo de la narración, y, en el momento en que con mucha curiosidad, más bien urgencia, el narrador estaba siendo puesto en entredicho sobre ese punto de gran interés, ocurrió que de pronto quedó abstraído tanto del asunto en cuestión como del relato en general, por la presencia de un caballero que estaba allí desde el principio, pero que, al menos eso parecía, hasta el momento no había dejado sentir su presencia.
―Perdóneme ―dijo volviendo en sí, enderezándose―, pero hay aquí un caballero que sí contribuirá y con largueza. No tome a mal que le deje.
―Vaya, vaya usted, primero es la obligación que la devoción ―fue la respuesta que dio el comerciante.
[...]
―Señor ―dijo sobriamente―, yo me adelanté a usted. Un proyecto, no distinto del suyo, fue presentado por mí en la Feria Mundial de Londres.
―¿En la Feria Mundial de Londres? ¿Estuvo usted allí? Por favor, ¡cuénteme cómo fue eso!
―Primero, permítame...
―No, no, primero dígame, ¿qué fue lo que le llevó a la Feria?
―Fui a exhibir una silla especial para inválidos, de la que soy inventor.
―Entonces, ¿no se ha dedicado usted desde siempre a las cosas benéficas?
―¿Acaso no es caritativo aliviar el sufrimiento ajeno? Estoy, y siempre lo he estado y estaré siempre, creo, en asuntos relacionados con la acción caritativa. La caridad no es como un alfiler, que tiene cabeza y punta; la caridad es un trabajo al cual un buen trabajador se dedica en todos sus aspectos. Yo inventé mi silla «Protean» [a ratos] perdidos, tiempo robado a las comidas y al sueño.
―Usted la ha llamado «Protean» a su silla; le ruego una descripción de la misma.
―Mi silla «Protean» está completamente almohadillada y además es plegable, tan absolutamente plegable y almohadillada, que resulta dócil y elástica al más ligero contacto que en cualquiera de sus infinitas posiciones de respaldo, asiento, soporte para los pies y brazos, el cuerpo más desasosegado, el cuerpo más atormentado, no, tengo que decir que la más atormentada conciencia, debe hallarse en todo instante en reposo. Creyendo que me hallaba obligado con la humanidad que sufre a que conociera tal silla, reuní mis ahorros logrados a fuerza de trabajo, y partí hacia la Feria Mundial con mi invento.
―Hizo usted muy bien; pero... su plan...; ¿cómo llegó a conseguirlo?
―Iba a decírselo. Después de ver mi invento debidamente en catálogo, renuncié, en mi fuero interno, a participar de la escena en la que me veía envuelto. Como me puse a pensar en ese brillante espectáculo de las artes y concurso conmovedor de las naciones, y viendo reflejado el orgullo del mundo en una casa de cristal, un sentimiento de la fragilidad propia a la grandeza aparente del mundo, me impresionó profundamente. Y me dije: «Veré si esta ocasión de vanidad puede proporcionar algo de provecho. Vamos a ver si algo bueno sale de todo esto para la causa de la Humanidad». En resumen, inspirado por la escena ofrecida a mis ojos, al cuarto día de Feria hice la ponencia de mi proyecto para la Caridad Universal.
―Acertada idea, pero le ruego tenga a bien explicármela.
―La Caridad Universal se prevé como una sociedad cuyos miembros sean delegados de cada una de las asociaciones y misiones existentes; el objetivo principal de esa sociedad será el de someter a método la benevolencia mundial, para lo cual el actual sistema de contribución voluntaria y sin distinción será abolido, y la Sociedad, así, pasaría a ser reforzada por los diversos gobiernos que, anualmente, recolectarían un gran impuesto destinado a llevar el bien entre los hombres, como en tiempos de César Augusto, cuando todo el mundo se veía obligado al depósito de su contribución, que era un impuesto parecido al que en Inglaterra cobra la Hacienda Pública. Este impuesto, de acuerdo con mis tablas, calculadas muy cuidadosamente, daría el resultado de la recaudación anual de unos fondos que se aproximarían a los ochocientos millones, fondos para ser aplicados a los objetivos concebidos de antemano, y según dictamen de las diversas asociaciones de caridad y misión, representadas en el congreso general, para lo que, según estimación mía, habría sido dedicada a obras buenas la suma de once mil doscientos millones, cosa que garantizaría la disolución de la sociedad cuando esos fondos juiciosamente invertidos hicieran que a lo largo y ancho del mundo no hubiera ni pobres ni salvajes.
―¡Once mil doscientos millones! ¡Y todo por algo así como pasar el sombrero ante una concurrencia!
―Sí, yo no soy el proyectista de un plan imposible, sino un filántropo y un financiero estableciendo una filantropía y una finanza que son practicables.
―¿Practicables?
―Sí, once mil doscientos millones; esa cantidad a nadie espantaría excepto a un filántropo de poca monta. ¿Qué son ochocientos millones? Pues nada más que un simple dólar por cabeza de la población del mundo; ¿quién rehusaría, incluidos los pueblos todos que conforman la humanidad, a donar un dólar para obras caritativas? ¡Ochocientos millones! Más de esa suma se dilapida anualmente en vanidades y en miserias. Considere la guerra, derroche y sangre. La humanidad es tan estúpida, tan malvada, que aunque vea clara demostración de estas cosas, no enmienda su proceder y dedica sus más superfluos afanes en bendecir al mundo en vez de maldecirlo. ¡Ochocientos millones! No hay que hacer nada; ¡están ahí! No hay más que dirigirlos del mal al bien. Y para eso no se precisa más que una mínima abnegación. Actualmente, en general, las gentes no viven una existencia satisfactoria; si se consigue inculcar en los hombres el espíritu de caritativo apoyo, se sentirá mejor el género humano y sus componentes vivirán mejor y más felices, ¿no cree? Debe admitirse que la humanidad, aunque malvada, tiene un fondo bueno, presto a despertarse ante el soplo divino; por tanto, mi proyecto es practicable. ¿Qué criatura sería capaz de hacer más mal que bien cuando el bien redundaría en su propio beneficio?
―Su forma de razonar ―dijo el caballero ajustándose los botones de oro de sus mangas―, parece clara, pero con el género humano eso no sirve.

Herman Melville, El estafador y sus disfraces, traducción y prólogo de José L. Moreno-Ruiz, Legasa, Madrid, 1980, págs.66-81. The Confidence-Man. His Masquerade [1857]. The Writings of Herman Melville. The Nortwestern-Newberry Edition, Evanston y Chicago, 1984, pp. 31-40.

Facsímil de la edición inglesa de 1857 en Google-libro, pp. 42-55.

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Cariñosas las observaciones