miércoles, 18 de mayo de 2011

Hidra del Nilo y cocodrilo (Charbonneau-Lassay)

 Según un Bestiario ilustrado de la Biblioteca del Arsenal de París, siglo XIII.

«1. El papel del cocodrilo en la antigua simbología cristiana
    Desde que los griegos hubieron imaginado la ficción que hizo de Hércules el vencedor de la Hidra de Lerna, reptil espantoso cuyas siete cabezas iban creciendo una tras otra a medida que se las cortaban, el solo nombre de aquel monstruo fue tema de espanto y repulsión, y las hidras entraron a formar parte de los animales malditos que el hombre de entonces execraba.
¿Cómo llegaron los simbolistas cristianos anteriores al reino de san Luis a hacer de la Hidra del Nilo, y con este mismo nombre, un emblema del Redentor del mundo? Encontramos la razón de ello en los asombrosos relatos de los antiguos naturalistas griegos y romanos referentes al cocodrilo, cuyos hábitos parecían no conocer bien. El Physiologus, y luego sus derivados, nuestros Bestiarios de la Edad Media, ampliaron todavía más las fantasías antiguas, pues leemos en ellos que el cocodrilo es el único animal cuya garganta mira al cielo, mientras que sus fosas nasales, sus ojos y sus orejas están abiertos en la parte de debajo de la cabeza. Los imagineros del siglo XII y XIII que ilustraron con miniaturas los relatos de sus contemporáneos, al estar mal documentados, representaron además al cocodrilo con más aspecto de paquidermo que de gran saurio de varios metros de longitud.
Mejor informados estaban los medalleros romanos, pues lo representaron perfectamente, sobre todo en las monedas de Nimes y en la de Augusto en la que personifica el Egipto conquistado, Aegypto capta.
Los Bestiarios lo llaman la cocodrila e incluso la cocadriz, y el nombre de cocatrix, como hemos dicho anteriormente, se da todavía en algunas zonas rurales francesas al huevo particular del que se decía antaño que nacían los basiliscos.
En el Egipto antiguo, donde era el terror de los ribereños del Nilo, tenían formulas mágicas para preservarse de él. En la emblemática, representaba a Set Tifón y a su hijo Mako, personificaciones del Mal, como nos dice Plutarco. Por eso los monumentos nos muestran al cocodrilo bajo los pies de Horus; sin embargo, hubo tribus que lo honraban como uno de los dioses (no como Dios), con el nombre de Sebek, sin duda en prolongación de un papel heráldico y tal vez totémico en lejanos ancestros.
Todavía hoy el culto al cocodrilo existe excepcionalmente en algunos puntos del Sudán y la Nigeria meridional, más particularmente en Ibadán, ciudad principal de este último país. Allí, en un estanque situado en el centro de la aglomeración urbana, se venera a un enorme saurio que según dicen vive allí desde hace ciento cincuenta años.
La emblemática cristiana, que nunca tuvo simpatía por aquel animal maléfico, le hizo personificar el mismo Infierno, sin duda a causa de las enormes dimensiones de sus fauces, en las que engulle pequeños peces y los animales de los que se alimenta. Los pintores vitraleros, los miniaturistas y los primeros grabadores en madera anteriores al Renacimiento representaban a menudo la entrada del infierno mediante las fauces abiertas de un monstruo dragonado, en las cuales los demonios meten a los condenados. Pues bien, el dragón es tan sólo el cocodrilo al que se han puesto alas.

2. El papel emblemático de la hidra del Nilo en el arte cristiano
Al cocodrilo infernal, la emblemática cristiana le opuso un enemigo terriblemente peligroso; es la Hidra del Nilo, a la que convirtió en uno de los emblemas de Cristo, vencedor del Infierno.
El Bestiario de Pierre le Picard describe la Hidra del Nilo como un reptil largo y delgado, o más bien como una especie de dragón menudo que vive en el agua. Otros, confundiéndolo con la mangosta icneumón, ¡lo pintan como un pequeño cuadrúpedo terrestre! Pudiera ser que, a fin de cuentas, el prototipo de la Hidra del Nilo fuese el varano, un gran lagarto que vive al borde de las aguas africanas, desde el Sudán francés hasta las orillas del Nilo, pero que en la realidad tiene que dejar tranquilos a los fuertes cocodrilos.
Esta hipótesis puede apoyarse en que, desde los confines de la Nubia egipcia hasta la región sahariana de Tombuctú, se considera que el varano es un animal sagrado. Los tuaregs, dice Benhazera, rindieron y rinden todavía culto al varano, al que los árabes llaman «urán» y los tuaregs «ar úta». Los nobles de este pueblo nunca comen ni matan a este animal.
Conocido desde la más alta antigüedad, el varano aparece representado en los monumentos de Egipto; Herodoto lo llamaba cocodrilo terrestre; si bien es un pariente mucho más próximo de los lagartos que de los cocodrilos...
Sea como fuere, he aquí lo que nos dice de la hidra -él en lenguaje mucho más antiguo Guillermo de Normandía, que escribía a finales del siglo XII: La Hidra es un animal muy sabio y que sabe dañar al Cocadriz. El Cocadriz es ese fiero animal que vive en el río Nilo. Tiene veinte codos de largo, cuatro patas armadas de zarpas, y dientes agudos y cortantes. Si encuentra un hombre, lo mata, pero queda desconsolado para el resto de su vida. La Hidra, que odia mortalmente al Cocadriz, ve a éste dormir al sol con la boca abierta: se revuelca en el limo y, cuando está bien embadurnada, se va directamente al Cocadriz, se arroja en sus fauces, entra en su vientre, le desgarra «las entrañas, los intestinos y las vísceras», y luego sale alegremente agujereando el costado de su enemigo. Y éste muere, «pues tales heridas no se pueden curar». ¡Se muere por mucho menos!
El cocodrilo tifónico. Escultura de los últimos tiempos del Egipto antiguo.


Volvemos a encontrar aquí la leyenda del icneumón embadurnándose de lodo para atacar al áspid, fábula que Aristóteles y Plinio acogieron en sus célebres obras.
El relato de Pierre le Picard es algo distinto. Cuando el cocodrilo, dice, distingue a la hidra en las proximidades, se precipita sobre ella y se la traga, «La deglute totalmente viva», pero la hidra le desgarra inmediatamente las entrañas y sale a través de su vientre, aún «totalmente viva», hiriéndolo mortalmente.
Ni Guillermo de Normandía ni Pierre le Picard, como tampoco el autor del Physiologus, del que se hacían eco, se preocuparon de saber si lo que contaban de los dos extraños habitantes del Nilo era imaginario o real: lo único que necesitaban, lo único que les importaba, era sacar de ello una imagen del triunfo de Jesucristo sobre el Infierno y la muerte, a fin de tener un emblema para poner de relieve las palabras del apóstol san Pablo: Ubi est, Mors, victoria tua? ¿Dónde está, oh Muerte, tu victoria? De ahí, tal vez, las proverbiales «lágrimas de cocodrilo».
Por eso concluye así Guillermo de Normandía:
«El Cocadriz significa muerte e infierno, no lo dudéis en absoluto; ahora bien, así como lo mata la Hidra, así mismo hizo Nuestro Señor Jesucristo, que envolvió su divinidad en la carne de un cuerpo humano (igual que la Hidra se envuelve de arcilla), entró en el infierno para liberar a sus amigos, y puede decir con el profeta: «Oh muerte, yo seré tu muerte».
Pierre le Picard, por su parte, dice también que la hidra significa: Nuestro Salvador Jesucristo, que se hizo carne en la Virgen María, padeció suplicio en la cruz, entró luego en la cocodrila, es decir, descendió a los infiernos, de donde salió liberando a todos sus amigos, tal como habían dicho las Escrituras: O mors, ero mors tua, Oh infierno, seré tu muerte.
Este es, pues, el simbolismo crístico de la hidra teóricamente bien establecido en los tiempos de nuestros reyes capetos.
En el campo de la iconografía, el frontal de altar de Narbona que hay en el Louvre, y que se atribuye el pincel de Jehan de Orleans, del siglo XIV, representa a Jesús, con la cruz en la mano, que está de pie en la abertura de las enormes fauces llameantes de un saurio -la cocadriz de los Bestiarios-, de donde está sacando a Adán, antes que a los demás justos.
Mejor todavía, una miniatura separada de un libro manuscrito del siglo XIII nos muestra a Cristo que parece salir, como la hidra, del costado del cocodrilo alado.
Así pues, el combate victorioso de la hidra contra el cocodrilo es la ilustración del descendit ad inferos que se lee en el Símbolo de los Apóstoles, y que en la Edad Media tan a menudo se interpretó mediante composiciones artísticas más teatrales y más complicadas.»


Louis Charbonneau-Lassay, El bestiario de Cristo, El simbolismo medieval en la Antigüedad y la Edad Media, Volumen II, Sophia Perennis, Olañeta editor, Palma de Mallorca, 1997, págs. 761-764.

sábado, 7 de mayo de 2011

σπαραγμός


«Líber era el hijo de Jove, un rey de Creta. Considerando que había nacido fuera del matrimonio, las atenciones de su padre hacia él fueron excesivas. La es­posa de Jove, cuyo nombre era Juno, llena de una cólera de madrastra, buscó to­dos los medios para lograr con engaños la muerte del niño. Una vez el padre se disponía a salir de viaje, y porque conocía el secreto disgusto de su esposa, y a fin de impedirle actuar traidoramente en su furia, confió el cuidado del hijo a guardianes que en su opinión eran de confianza. Juno, contando así con un mo­mento oportuno para su crimen, y atizada su cólera porque el padre, a su parti­da, había delegado en el niño el trono y el cetro, primeramente corrompió a los guardianes con regias larguezas y regalos, luego estacionó a sus secuaces, llama­dos Titanes, en el interior del palacio, y con ayuda de sonajeros y un espejo de ingeniosa construcción de tal modo distrajo la atención del niño, que éste dejó el asiento real y fue conducido al lugar de la emboscada, llevado por el irracio­nal impulso de la infancia. Allí llegado, fue cogido y muerto, y, para que ningún rastro del crimen pudiera descubrirse, la banda de secuaces le cortó los miem­bros en trozos y se los repartieron entre ellos. Después de esto, añadiendo cri­men sobre crimen, debido al extremo temor que tenían de su amo, cocieron los miembros del niño de diversas maneras y los consumieron, nutriéndose de car­ne humana, hasta entonces nunca visto festín. El corazón, que había tocado a Juno, fue salvado por la hermana del niño, cuyo nombre era Minerva, la cual había ayudado en el crimen, con el doble propósito de valerse de ello como ine­quívoca prueba al delatar a los otros, y de tener algo con que mitigar la cólera paterna. Al retorno de Jove, su hija le expuso el relato del crimen. El padre, al enterarse del fatal desastre del asesinato, quedó agobiado por su amargo dolor. En cuanto a los Titanes, proveyó a su ejecución tras varias formas de tortura. En venganza de su hijo no dejó sin probar forma alguna de tormento o castigo, si­no que agotó, en su furia, toda la escala de penas, uniendo a los sentimientos de padre el incontrastado poderío de un déspota. Luego, como no podía soportar ya los tormentos de su apenado corazón ni consuelo alguno lograba aliviar el do­lor de la separación, hizo construir por arte de modelador una estatua de yeso del muchacho, y el corazón (el instrumento por el cual, cuando fue traído por la hermana, se había descubierto el crimen) fue colocado por el escultor en aque­lla parte de la estatua donde estaban representados los lineamientos del pecho. Hecho esto, construyó un templo en vez de tumba, y designó al ayo del niño (cuyo nombre era Sileno) como sacerdote. Para suavizar los transportes de su ti­ránica ira, los cretenses hicieron del día de la muerte una fiesta religiosa y fun­daron un rito anual con una dedicación trienal, representando en su orden todo lo que el niño había hecho y padecido en su muerte. Descuartizaban con los dientes un toro vivo, recordando el cruel festín en la conmemoración anual, y lanzando disonantes gritos por lo profundo de los bosques imitaban los delirios de una mente en desorden, a fin de que pudiera creerse que el crimen atroz no había sido cometido por astucia sino por demencia. Delante se llevaba el cofre donde la hermana había hurtado secretamente el corazón, y con sonido de flau­tas y percusión de címbalos imitaban las matracas con que se había engañado al niño. Así, para rendir honor a un tirano, un populacho obsequioso convirtió en dios a quien no había podido hallar sepelio».

en Fírmico Materno, Sobre los errores de las religiones paganas (s. IV) citado en W.K.C. Guthrie, Orfeo y la religión griega, trad. De Juan Valmard, Siruela, Madrid, 2003, págs. 162-163.
(...) «El fruto de la unión entre el Zeus-Serpiente y Perséfone  fue el Dióniso Zagreo (Cazador), niño cornúpeta que tre­paba al trono de su padre y se divertía en lanzar rayos. Un viejo marfil nos hace ver cómo fue entronizado en la misma cueva de Sicilia: Dos Coribantes o Curetes danzan en torno a él, espada en mano, mientras una mujer arodillada le acer­ca un espejo, en que él se contempla con deleite. Sus jugue­tes son los símbolos órficos: dados, pelota, trompo, unas manzanas de oro, una zambomba (o mejor, una bramadera), y una madeja de lana. Estos dos últimos objetos figuran en las iniciaciones.

Contra este Dióniso Zagreo conspiran los Titanes. Dos de ellos, al menos, se cubren la cara de yeso para disfra­zarse, y vienen desde el mundo inferior, espíritus de la muerte, a luchar contra el nuevo dios, el heredero de Zeus, "el futuro quinto amo del mundo".(...)

Hera los había instigado contra Dióniso. Éste, sor­prendido en sus juegos, se defendió cuanto pudo, asumiendo sucesivamente la semejanza de Zeus, de Cronos, de un mu­chacho, de un león, de un caballo y de una serpiente; y al fin cayó bajo los cuchillos enemigos en forma de toro. Desde aquí se incorpora el toro al culto dionisíaco.

El relato se completa con el descuartizamiento del niño, partido en siete trozos que fueron hervidos en un caldero puesto sobre un trípode, y luego asados en siete estacas; y como el niño tenía cuernos, según cuadra a un auténtico hijo de Perséfone, los más piadosos pretenden que aquí no se trata de una criatura humana, sino de un cabrito que ocupó su lugar. El olor atrajo a Zeus, quien nuevamente precipitó a los Titanes en el Tártaro con una descarga de rayos. Zeus dio los trozos de la criatura a Apolo, el cual primero los llevó al Parnaso y luego los depositó junto a su trípode en Delfos: El número siete, el fuego, el caldero, el trípode, todo tiene aquí sabor mágico. Si, como algunos quieren, Deméter juntó y enterró los miembros del niño, de aquí pudo brotar la vid, creación o perfeccionamiento de Dióniso-Oinos, Dios-Vino.

Para que la historia pueda continuar, hay que seguirla por otra vereda y aceptar que, cuando Zeus intervino, ya los Titanes habían devorado al niño, con excepción de un miembro. El rayo de Zeus dejó cenizas, de que más tarde, como sabemos, había de fabricarse el primer hombre, según una de las leyendas corrientes. (Ver la fábula de Prometeo.)

En el festín de los Titanes estaba presente una diosa, que luego resulta ser Atenea. Ésta pudo salvar el único miembro de la criatura no devorado por los Titanes, y que, por equívocos de palabras difíciles de explicar aquí, ya puede ser el atributo sexual o ya el corazón de Dióniso. Zeus lo recibió de Atenea y lo entregó a la diosa Hipta (una Rea del Asia Menor), quien había de trasportarlo en un cesto, sobre la cabeza, como se hace en las procesiones. Este ces­to era un líknon o criba de trigo. El dios Líknítes, el Dióniso del líknon, será así llevado al Parnaso y cunado en la criba como criatura de campesino, donde las Tíades se encargarán de "despertarlo": otra vez el juego de palabras, y otra vez el tema de las nodrizas.

Para reducir el cuento a los contornos que permiten con­tarlo, pues de otra suerte se nos deshace en un reguero de especies inconexas, digamos, con la mejor versión, que Zeus tragó el corazón vivo del niño Dióniso, salvado por Atenea cuando el banquete de los Titanes. De este modo, Zeus podrá engendrar nuevamente al dios en el seno de Semele. Y aún se nos quedaba en el tintero otra versión, conforme a la cual no hubo verdadero encuentro amoroso entre Zeus y Semele, sino que Zeus preparó una poción en que disolvió el cora­zón (o lo que sea) de Dióniso y lo dio a beber a Semele, quien pudo así concebir por segunda vez a la criatura. Tal es el Dióniso de segunda instancia. El tercero es el que aparecerá brotado del muslo de Zeus según ya antes se ha contado.

 Dióniso, desde los tanteos iniciales, es, como se ve, un dios que muere y resucita, ondición de numen agrícola o, si se  prefiere generalizar el concepto, de numen vital.

Respecto a la relación del Zagreo con el mundo subte­rráneo, ella es tan importante que Heráclito, dado siempre a las conclusiones extremas, dice rotundamente: "Hades y Dióniso son idénticos." De este parentesco subterráneo pudo traer Dióniso ese poco de dón profético que ya hemos visto en sus oráculos».(...)

Alfonso Reyes, "Mitología griega", en Obras completas de AF., tomo XVI, FCE, México, 1964, págs. 510-512.

miércoles, 4 de mayo de 2011

Al alba


(....) «A treinta o treinta y cinco metros de diferencia altitudinal res­pecto a la fuente de La Salud y a unos cincuenta en línea recta descubro, coronando la pequeña colina, un círculo de piedras, pe­dazos de sillares de algún edificio defensivo o de vigilancia, sobre los que se vierten los cadáveres de ovejas y cabras. Un muladar sorprendente, especie de altar tibetano que permite un cómodo acceso a los buitres y demás necrófagos alados. La reciente llu­via y el calor han puesto en maceración los restos y al moverse el aire se han delatado. Comienzo a bajar -está oscureciendo ­mientras medito sobre la calidad del agua de la fuente, sobre el tiempo que llevará funcionando la instalación -algunos huesos son ya indiferenciables de las piedras-, sobre el esfuerzo que le supone al pastor -ta los pastores?- verter las reses muertas en ese enclave pudiéndolo hacer en cualquier otro sitio, sobre quién par­tió los sillares y quién los distribuiría en círculo, cuando reparo, junto a una mata de boj, en una caja de cartón, grande, mayor que una de zapatos, atada con una cuerda y que con la falta de luz y la predisposición del momento me parece más notable por su olor que por otros aspectos. La abro sin pensar, un acto me­cánico que en otras circunstancias jamás hubiera llevado adelan­te: rompo la cuerda con una fuerza que normalmente no poseo. Estoy seguro de lo que voy a encontrar. Y no tengo la más mí­nima reacción de rechazo cuando extraigo la bolsa de plástico transparente que contiene no un feto sino un recién nacido de grandes proporciones empapado en líquidos orgánicos. La vuel­vo a meter. Tapo la caja. Y a saltos desciendo por la pendiente, olvidando lo tortuoso del terreno, la casi oscuridad y el riesgo de que se viertan los humores. Frente al aparcamiento un pro­montorio se recorta en el cielo estrellado. Lo escalo. A gran ve­locidad. Con una agilidad desconocida. Y en la cima, vuelvo a abrir la caja, saco la bolsa, la coloco con la abertura hacia abajo, y el crío muerto queda allí, sobre un suelo de piedra y hierba, con la cara borrosa hacia arriba y ahora mojado también por mi orina que ahuyentará a los mamíferos para que así no den cuen­ta de él durante la noche. (Las aves se guían por la vista para lo­calizar la carroña mientras que zorros y perros lo hacen, princi­palmente, por el olfato.)
El alba. He dormido bien y mientras como y bebo algo com­pruebo que el cierzo que sopla con fuerza permitirá una buena observación de aves. Son cuervos, los primeros. Dos ejemplares que brillan a la luz de la mañana realizan vuelos acrobáticos in­dicando así su alegría al descubrir la carne. Pico al viento, tanto sus graznidos como el modo de posarse -breve, sin cerrar las alas, casi de puntillas- reflejan la sorpresa. Antiguos devorado­res de soldados en batallas medievales, hoy deben conformarse con míseros despojos. Ni ellos, ni ninguno de sus cercanos an­tepasados, pasaron por el trance de consumir restos humanos. Siento ahora un escalofrío. Son horas de inmovilidad en un es­pacio pequeño y la soledad es inmensa: no se ve a nadie en este lugar perdido. Me entran ganas de salir, de andar, pero aguanto, pienso que mi presencia asustaría a los pájaros. De pronto, oigo un ruido en la parte posterior del coche, como si rozaran ropas; me vuelvo hacia la derecha pero es en la parte izquierda donde alguien golpea; miro por mi ventanilla y la cara del pastor, gro­tesca, con una risa dibujada a base de polvo, sol y frío, aparece pegada al cristal. Un susto de muerte. Se separa y señala con el bastón hacia el promontorio. Miro. Y dos aves muy grandes. Blan­cas. Posadas. Parecen devorar con saña al niño. Cojo los prismá­ticos y veo un acto espeluznante. Un macho y una hembra de alimoche -Neophron percnopterus-, con movimientos muy rápi­dos, picotean y arrancan grandes trozos, tragan -ya tienen el bu­che hinchado-, y siguen desgarrando con violencia hasta que con el pico repleto de vísceras levantan el vuelo, se remontan, y desaparecen tras la cresta de la montaña; los dos cuervos se posan ahora y atacan la pitanza. El pastor ya no está. Bajo el cris­tal de la ventanilla. Saco la cabeza. Pero no se le ve. Ya circulan coches. Varios buitres leonados, como suspendidos en el aire, se hallan en la vertical del festín. Es la hora de partir. Pongo en mar­cha el motor. Entro en la carretera. Acelero cuesta abajo. Desa­parezco de la escena.
Montaña abajo. Me dirijo al norte y los montes áridos, los barrancos secos, no presagian lo que espero encontrar. Llego al río Guarga. Lo cruzo. Y a partir de aquí inicio el ascenso, largo, sin sobresaltos hacia el puerto de Somport, el Summus Portus, para entrar en Francia. Crucifijos. Grandes crucifijos flanquean la carretera. Poblachos míseros de esta parte extrema del Bearne y, en uno de ellos, ¿Sarrance?, he de detenerme: un rebaño impor­tante -muchas ovejas, algunas cabras, tres pollinos, varios perros ­ocupa la calzada, la calle principal. Gritan los pastores. Un len­guaje burdo, desagradable, nada de aquel francés parisino de mi infancia. Pronuncian las consonantes finales de las breves y gu­turales palabras, y silban, unos silbidos que rompen el tímpano pero que resultan efectivos: hasta un enorme mastín, de pesada estructura, cabalga de un lado a otro. Pasan. Y queda el olor a orines y el volar complejo de las moscas. Arranco, y veo, tapo­nando el final de la calle, la salida del pueblo, como si de otro rebaño se tratara, una muchedumbre oscura, apiñada, sin mover­se apenas pero que viene hacia aquí. Avanzo lentamente y en un solar, en el lugar donde hubo hasta hace poco una casa -están amontonadas las piedras, los ladrillos y las losas del techo- apar­co el coche y, sin bajarme, sin moverme, casi con miedo, asisto al paso de una singular comitiva: seis plañideras, seis hombres cargando con un minúsculo féretro, un cura obeso, dos mona­guillos tañendo las campanillas, y el grueso del cortejo con los desaforados padres a la cabeza. Me escurro en el asiento. Me en­cojo. Intento que no se me vea. Pero no me atrevo a subir la ventanilla para no llamar la atención. Al zumbido de las moscas que revolotean dentro del coche se suman los llantos, las plega­rias, las voces entrecortadas, el chasquido de las suelas, todo en una atmósfera negra y acre donde el sudor y la ropa teñida, vie­ja y sucia hacen añorar el tufo de las bestias» (...)

Francisco Ferrer Lerín, Familias como la mía, Tusquets, Barcelona, 2011, págs. 94-96.