martes, 23 de agosto de 2011

Chispas, partículas...

«Partículas infinitas del sol divino, ahora
veneradas en los baratillos de la noche».

John Wieners, de "Actos de Juventud".



«La idea común a estas doctrinas es la siguiente: a causa de su naturaleza, la Luz brilla en la Oscuridad inferior. Esta iluminación parcial de la Oscuridad o es comparable a la acción de un simple rayo, por el hecho de proyectar un resplandor tal, o, si surgió de una figura divina indi­vidual como la Sophía o el Hombre, es una forma proyectada en el me­dio oscuro, que aparecería allí como imagen o reflejo de lo divino. En ambos casos, a pesar de no haberse producido ningún descenso o caída real del original divino, algo de éste se ha visto inmerso en el mundo inferior, e igual que la Oscuridad lo trata como a un preciado botín, la dei­dad que no cae se ve envuelta en el destino ulterior de esta emanación. La Oscuridad es atrapada con ansia por el resplandor que aparece en me­dio de ésta o en la superficie de las aguas primordiales, y, al tratar de mez­clarse con ésta y de retenerla de manera permanente, la arrastra hacia aba­jo, la envuelve y la rompe en innumerables pedazos. Desde entonces, los poderes superiores trabajan para recuperar estas partículas de Luz robadas. Por otro lado, las fuerzas inferiores son capaces de crear este mundo con la ayuda de estos elementos. Su presa original queda dispersa por toda la creación en forma de «chispas», es decir, de almas individuales. En una versión ligeramente más sofisticada de esta idea, las fuerzas inferiores crea­rían el mundo o al hombre con la ayuda de la imagen proyectada de la for­ma divina, es decir, como imitación del original divino. Sin embargo, ya que así la forma divina se encarnaría también en la materia de la Oscuri­dad y que la «imagen» es concebida como una parte substancial de la deidad misma, el resultado obtenido es el mismo que en el caso anterior en el que la luz es digerida y rota en pedazos.»

Hans Jonas, La religión gnóstica, Siruela, Madrid, 2000, págs. 189-190.

«Cuando atraviesa el bosque disonante y armonioso del mundo, cuando sigue las huellas de la Shekhina [el rostro femenino de Dios] errabun­da, el jasid [iniciado] trata de librar las chispas divinas prisioneras de las fuerzas del mal, trata de volver a reunirlas y de restau­rar la perdida unidad de la luz. Su tarea es inmensa. No lo olvida nunca, ni siquiera por un instante, ni siquiera cuan­do parece estar viviendo sin pensar en la superficie de la Tierra. Lo intenta cuando escruta con atención vertiginosa las letras de la Tora; cuando reza; cuando narra apólogos y cuentos en los que se sugiere, como Najman de Breslav, una parte de la inalcanzable verdad; cuando intenta liberar de la envoltura del mal a las almas unidas a él por una especie de afinidad electiva. Todos sus gestos, hasta los más insig­nificantes y cotidianos, son gestos de redención. Si trabaja con afanoso amor la piedra, libera chispas divinas prisione­ras de la piedra; si, sentado a su banco de zapatero, maneja con precisión el cuero, libera las chispas prisioneras de las pieles; si come según el rito, libera las chispas prisioneras de las carnes y de las verduras; si toma con santidad el baño ritual, libera las chispas prisioneras de las aguas; si barre cuidadosamente su casa o su mesón, libera las chispas prisioneras de las paredes y del sorgo; y si, estando en la cama, enfermo, toma las medicinas, cura las chispas escondidas en las hierbas venenosas. Ninguna teología había revelado nunca que podamos nosotros salvar las formas desfallecidas de Dios, ni nos había enseñado una tan ardiente par­ticipación religiosa en las incidencias de la vida cotidiana. Por decreto divino Israel sería dispersado por toda la Tierra: por Egipto, por Roma, por España, por los innu­merables y míseros guetos de Rusia y de Polonia. El jasid comprende que ha sido expulsado de su patria, disgrega­do y convertido en siervo de los gentiles para encontrar las chispas esparcidas en los corazones de todos ellos. No debe temer nada, ni siquiera el mal, la oscuridad, las tinie­blas. Valeroso e inflexible, debe arrojarse a los abismos, a los «reinos de la otra parte», para liberar las almas y las lu­ces que Dios ha escondido en ellos. Sabe que corre un terri­ble peligro, porque las fuerzas del demonio pueden, tam­bién a él, hacerlo prisionero. Muchos ha habido que no han vuelto del viaje a los abismos; pero si a la paciencia añade el amor; a la prudencia, el ardor; a la discreción, la astucia, si gobierna su alma «con riendas suaves», puede descubrir el punto en que el mal es semejante al bien y rodearlo, do­blarlo y transformarlo en su opuesto».

Pietro Citati «El exilio de la Shekina», en La luz de la noche. Los grandes mitos en la historia del mundo, Acantilado, Barcelona, 2011, págs. 413-414.

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